Pamela estuvo de paso. Y su paso movió el aire como un ventarrón, de esos que en estos cielos causan turbulencias y, con ello, temores. A más de alguno se le voló el sombrero, otros tantos se despeinaron y de seguro alguien sintió cómo se colaba una ráfaga de ventisca helada como metralleta en su marrueco abierto, encogiéndole hasta el tuétano sus afanes invertebrados.
De acuerdo con la Jiles en muchas cosas de fondo. Tiene razón, y harta. De esa potente, evidente. De esa que habría que ser el guaripola en el desfile de los cara de nalga para negar, con una porfía tan sólo propia de los casos clínicos que se cuentan mentiras, se las creen y con las cuales luego pretenden convencer a medio mundo de una inocencia avalada por su verdad absoluta, revelada, mesiánica, tan propia de ciertas personas que nunca reciben tratamiento y que arrastran a miles en su sicosis.
El problema está en la forma.
En alguna época batí palmas y mandíbulas para celebrar ocurrencias y muestras de ingenio e ironía, muy especialmente aquellas que iban más allá de lo fácil. No todos tienen la capacidad de hilar el sarcasmo fino, agudo, imperceptible para la mayoría, en el cual su éxito más resonante radica en lograr tratar como estúpido a alguien sin que lo note. Sin que muchos lo noten. Un cinismo llevado a su nivel superior, más allá de la clásica connotación de falsedad que suele limitarlo y reducirlo a un anti-valor.
Alguna vez, creo recordar, la Pamela tuvo ese talento. Entonces era una periodista de trinchera, con pelotas. O, para no ser acusado de machista por ciertas exacerbadas sensibilidades paritarias, con ovarios bien puestos. Rubia con neuronas, combativa, chica súper-poderosa. Y con hormonas hirviendo en animalidad. "Me gusta el macho feo, peludo, hediondo. Como los de la Vega", espetó alguna vez, sin que se le moviera un músculo de la cara. Ella, una niñita de piel, ojos y cabellos como los de las muñecas de porcelana, exhibía sus más profundas e íntimas preferencias. Un acto de rebeldía, de nadar contra la corriente, de ennegrecer su blanca lana revolcándose en lodazales alejados de su lindo rebaño. Quizás esa haya sido la verdadera fuente de su placer.
Bien, Pamela. "Sálvese quien pueda" era la valiente consigna de entonces, el heroico grito de guerra enarbolado con la daga entre los dientes apretados, avanzando a través de las tinieblas de la pólvora y el zumbido de las balas. Una francotiradora de grueso calibre y pulso certero e implacable. Sin embargo, el colorido travestismo de los nuevos tiempos transformó sus agudos dardos en plumas rosadas y, en un click, apareció sentada junto a connotados personajes, opinando sobre aún más relevantes materias. “Sálvese quien pueda” era el lema, el mismo de antes, pero tan distinto ahora.
Y no te salvaste. No sé si porque no pudiste o, peor todavía, no quisiste.
Los adversarios pasaron del siniestro gris oscuro al oropel tornasolado y refulgente de los flashes reflejándose sobre lentejuelas baratas. Las gafas encubridoras de la verdad, de esa que dicen se lee en los ojos, ahora eran usadas para hacer juego con el dorado bronceado y la blanca sonrisa de los investigados. La búsqueda de la verdad se redujo a husmear entre las sábanas de engelados futbolistas y damas de compañía modeladas con silicona y bótox, aguzando la pupila tras la lupa con la esperanza de encontrar algún revelador colaless que convirtiera en noticia un simple revolcón.
Ahí te agilaste, Jiles. Con todo respeto y con el resto de admiración que aún me queda por lo que aún te queda.
Por eso es que cuando te vi y escuché en el canal 4 retomando el mismo discurso con el que te conocí, la sensación no fue lo misma. El sabor en el paladar que deja el café de grano jamás podrá ser reemplazado por el de sus sucedáneos. Por un instante tus gestos y ademanes me parecieron más los de algún genial imitador que los tuyos propios, quizás olvidados por mí luego de tus incursiones faranduleras. Aún cuando concordé con el fondo de tus palabras, no pude evitar que el tono empleado me sonara, por momentos y para ciertos temas, gratuitamente agresivo, adolescentemente rebelde, infantilmente provocador, como si con ello estuvieses buscando algún tipo de reivindicación o reposicionamiento.
Pero, en definitiva, es tan sólo una impresión personal, cosas que a veces uno puede decir o pensar, cosas que pueden ser o no ser ciertas. Cosas que se dicen, que se escriben, que se pierden o permanecen, que nos atrapan o nos liberan.
Cosas de giles.
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